Hasta hace unos días tenía
una visión del botellón, la que procede de las fotos que publica la prensa y de
los restos que los sábados veo recoger al servicio de limpieza. Pero el viernes
pasado, una tarde de frío, viento y lluvia, pude observarlo desde otra óptica.
Mi almohada con orejas y yo fuimos al hipermercado. Frente a los estantes de
bebidas había un grupo de chicas y chicos llenando un carrito con
botellas.
Más tarde, en el aparcamiento
cubierto, cuando fuimos a guardar la compra, estaban allí reunidos rodeando su
carrito, pero me extrañó su actitud, de pie y de espaldas, colocados en corro
hombro con hombro, con sus ropas de abrigo y en total silencio. Ni siquiera
volvió alguno la cabeza cuando tuve que acercarme hasta casi tocarlos.
Poco después entendí el porque
de su actitud: estaban bebiendo tenían miedo de que los
echaran a la calle. Y así fue, ya que cuando salíamos con el coche
los vigilantes iban hacia ellos.
En una sociedad hipócrita como
la nuestra se demoniza una solución práctica y económica de los jóvenes; sin
embargo, no se haría si consumieran las bebidas en una discoteca.
Los jóvenes ya no saben a dónde ir, la crisis puede con ellos. Forman
parte de esa generación en la que todos habían puesto su esperanza, esa
generación a la que llamaban “el futuro”. Pues ya están aquí, y ¿qué es lo que
tienen? Un país en crisis, que no les puede ofrecer una vida laboral tras
terminar de estudiar. Vamos, resumiendo, esperanza cero, botellón diez. Sí sólo tenemos que
verles las caras a “nuestro futuro” para entenderlo todo. En fin, un país en
crisis, una juventud que no sabe qué hacer… Y por no hablar el número de
parados…
Mientras la crisis de valores
acecha a toda una generación, nuestros políticos siguen enfrascados en
denunciar la mamandurria de los demás y preocupándose únicamente de no perder
la cuota de poder que han acaparado.
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