lunes, 4 de mayo de 2009

ECOLOGIA



Recordáis el anuncio de Balay y el canario. La publicidad muestra a un canario en una cocina. El pájaro va hasta la hornilla y es tragado por una campana extractora, eficaz y silenciosa. Para que no haya problemas con las asociaciones que defienden los derechos del animal, unas letras pequeñitas advierten: ficción publicitaria, no sea cosa que alguien crea que han matado al pájaro en serio. Acaba la tanda y comienza el programa de Arguiñano. El cocinero mete un animal vivo en una olla. Lo vemos morir lentamente, sin letras pequeñas, sin culpa.
Siempre nos compadecemos del animal que grita y el animal que gesticula. Pero nos importa un pimiento el sufrimiento salvaje que no se oye o no se percibe. No hemos matado a este canario, dice la televisión, porque no es nuestra costumbre matar canarios. Pero hervimos vivo a los cangrejos, y también a los calamares, porque estamos habituados a hacerlo. Y porque además no chillan. Y porque están riquísimos..
Nos aterra el animal que se alborota cuando muere o cuando sufre. Sobre todo si su sabor no es un sabor exquisito. Un perro que muere, incluso en el cine, nos hace llorar. También el sacrificio del pura sangre que se ha quebrado una pata. Ah, cómo nos desgarra el alma la muerte del caballo, cuántas canciones folklóricas hemos compuesto sobre el tema. Y qué pocas canciones le hicimos a la palometa, al bagre, al pejerrey. Si los peces de río gritaran como grita un chancho, menos gente le arrancaría de un tirón el anzuelo a las mojarras. Menos chicos pescarían, menos mujeres.
Muy pocos hombres matan a los pollos, en el campo. Son las mujeres las que realizan, aunque parezca mentira, esta actividad de verdugo menor. Cuando era pequeña, recuero a mi vecina Doña Teresa, portuguesa entrada en carnes, tenía un método enérgico que impedía que el pollo condenado a muerte tuviese tiempo de gritar. La ausencia de grito le quitaba al acto todo remordimiento.
Cuando Doña Teresa tomaba la decisión de cocinar un pollo, todos los niños del barrio, le seguíamos hasta el gallinero para presenciar la muerte silenciosa. A mis seis años, aquel era un momento crucial. La mujer primero acorralaba al pájaro hasta que conseguía agarrar por el pescuezo. Después, ya con el animal en el aire, le daba cuatro vueltas sobre su propio eje hasta que el cogote le sonaba como una matraca de carnaval. El ruido era trac, trac, trac, muy rápido, y el pollo dejaba de moverse, con los ojos abiertos; volaban algunas plumas, pero no había gritos ni había cacareos. Nada indicaba, tampoco, que aquello fuese una ficción publicitaria.
Así descubrí que había escalas de valores en la sensibilidad humana, a la hora de salvar o mandar al muere a los bichos de poco entendimiento. Perro vale más que pollo, lince ibérico cotiza mejor que ratón de alcantarilla.
Las asociaciones de defensa del animal defienden al animal grandote (la ballena, el elefante, el gorila), defienden al amistoso (el perro, el gato siamés, el potrillo), al animal que es bello (el tigre de bengala, el oso polar) y sobre todo luchan por la defensa del animal blanco y negro (el pingüino, la orca, el oso panda). Los ecologistas están enamorados de los animales blancos y negros. Si los osos panda fueran verdes con pintitas amarillas les tendrían asco, los pisarían en la ruta. Pero en cambio viajan kilómetros para sacarle las manchas de petróleo a un pingüino, no sea cosa que les cambie el color.
Hay otros animales a los que no les dan tanta importancia: su muerte no les preocupa. Su sufrimiento, muchísimo menos. No sienten sensibilidad por los animales sin huesos (la mosca, la medusa, el bicho bolita), tampoco por los que son ricos después del fuego (la ternera, el cerdo, el pollo), y mucho menos por los que no gritan cuando se están muriendo o los están matando (el pez, la cucaracha, la serpiente).
Cuanto más culto el hombre, más sensible. Y cuanto más sensible, más estúpido y obcecado. En los últimos años, la población de hombres y mujeres preocupados por los derechos de los animales ha crecido bastante. Se conocen como gente ecológica. Son los que le tiran pintura roja a las señoras que van por la calle con abrigos de piel; y los que aplauden. Son los que protestan con su propia desnudez en los San Fermines, o en las corridas de toros; y los que lo festejan. Son los que viajan en avión a Oceanía para detener la caza del canguro, y quienes auspician estos viajes (el avión, durante el vuelo, pasa por encima de África, pero va tan alto que los negritos muertos de hambre no se ven).
Los judíos y los musulmanes, siempre en guerra, tienen una manía que los une: sólo comen la carne de animales que han muerto sin corriente eléctrica y con ciertos rituales de desangrado. No se ponen de acuerdo en nada más que en ese asunto ecológico. El Corán y el Talmud comparten criterio únicamente en esa utopía de matadero feliz. Es muy interesante cómo estas dos razas humanas, que asesinan diariamente a chicos de nueve años que pertenecen al otro bando en la Franja de Gaza, se preocupen tanto por el dolor de la vaca, del conejo, del cordero.
Pero a veces da la impresión de que todos los progres ecologistas son como Doña Teresa, o como los que pelean en Palestina. Se desesperan por la salud y el bienestar de algunos seres vivos (delfines, elefantes, cóndores), mientras otros seres parecidos son pisoteados y olvidados (arañas pollito, etíopes de cuatro años, lombrices).
¿Qué tiene un tigre de bengala que no tenga una paloma? ¿Por qué el dolor de una perra nos destroza el corazón, y no el sufrimiento de la comadreja?

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