Mi almohada con orejas creció en
una casa en donde los animales no tenían cabida. Si debía haber mascotas nada
como un pajarito, un pez o una tortuga. Animales lo suficientemente pequeños y
que podían tener su propio hábitat dentro de un hábitat más grande y no
deambular por la casa, así que ha tenido que mantenerme a raya (al menos lo
intenta) para que no llene la casa de todo ser viviente que necesite de un
hogar. Así que en cuanto salió por la puerta para irse de viaje, nos fuimos corriendo la peque, el adolescente y yo a la protectora más
cercana a buscar a una víctima del desamor. En cuanto llegamos nos enseñaron
varias camadas de gatitos, todos
preciosos. Era imposible decidirse por
alguno. Mientras hablábamos con la gente del refugio, se nos acercó una bola de pelos, temblorosa y juguetona, y empezó a juguetear con mis uñas de los pies. Ella fue quien nos
escogió. Era la última que quedaba por
adoptar en una de las camadas. No había tenido mucha suerte, pues como la mayoría de los gatos albinos,
es sorda.

Se queda horas y horas mirando el
infinito y cuando encuentra
una pelusilla maúlla de manera angustiante y se tumba a su
lado como llorando por su amiga inerte.
Carreras alocadas de un lado a
otro de la casa, saltos contra las paredes, persecuciones imaginarias, piruetas
en el aire. El paso es veloz, su actitud alerta, inquisitiva. A las siete de la
mañana, más o menos, se viene a dormir. Y así todos los días. Me preguntaba si se sentía prisionera,
angustiada o qué. Hoy me he dado cuenta que es sólo un oficio: ella patrulla la
casa contra fantasmas, malas vibraciones y extraterrestres. De aquí en adelante
la llamaré la patrullera de la noche, la vigilante del amanecer.
Nuestra gata es una guardiana
mística
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