miércoles, 13 de febrero de 2013

Hola, me llamo Marta y soy atea.


Si no quieres armarla y enemistarte con todo el mundo nunca, nunca, nunca te metas con John Lennon. ¡Ah, sí! Ni con la religión.
Ser ateo o creyente es una elección personal. Y ante todo lo que practico es el respeto hacia las creencias de todos los ciudadanos, crean o no crean
A riesgo de perder amigos voy a hablar de cómo me di cuenta poco a poco de que esto de las religiones no era para mi. Como la mayoría de españoles, nací en familia católica, apostólica, romana y aficionada a reuniones multitudinarias con tío graciosillo, tío enrollado con pendiente y tía bailarina exótica. Y mi familia devota de una virgen determinada. Así que durante una buena época, llevé una medalla. De la virgen de la Guía. Este abalorio procedía de mis abuelos paternos, los cuales, además de religiosos, habían tenido la suerte de vivir en La Guía. Y digo suerte, porque es un pueblo apañado, con una iglesia apañada. Pero yo era una niña pequeña y tampoco me planteaba mucho aquello de la religión. Dios existe, es un señor simpático y mis tebeos del Antiguo Testamento daban para numerosas horas de acción y efectos especiales.
Más tarde, hice la primera comunión en otra sucursal, quiero decir, iglesia. Como todos los niños, lo único que me interesaba eran los regalos. Mientras estaba en misa pensaba que toda esa repetición era muy poco interesante, y que el único momento realmente religioso no era la comunión ni el rezar. Era el darse la paz. Porque con suerte te tocaba algún niño guapo cerca.
La cosa siguió por los caminos usuales para cualquier niño camino de la adolescencia. El ir a la iglesia era una perspectiva terrorífica. Estaba siempre acojonada con confesar la cantidad tremenda de veces que me saltaba la misa, así como la cantidad realmente absurda de veces que cometía actos impuros. Pero no me preocupaba el ir al infierno. Era que el cura me echara la reprimenda. Así que tomé la solución más sencilla: ¡se iba a confesar Armstrong!
Con el instituto llegó el tiempo de empezar a pensar un poco. Mi primer rechazo fue a la Iglesia como institución, por culpa de las clases de historia, que te hablaba de las usuales barrabasadas del cristianismo a lo largo de las eras. Básicamente, pasé a una postura de ‘Cristo parecía un señor interesante, pero todo lo que vino después fue una mierda’. Algo que sigo pensando.
Pero yo seguía dándole vueltas a todo. Mi madre me había convencido de que lo realmente importante era la filosofía de Jesús. Que las cosas que se hicieron después eran cagadas de los hombres. Por un tiempo, me quedé contenta con lo de ‘Amarás al prójimo como a ti mismo’. Joer, eso sí que es una buena frase. Se puede aplicar a todas las decisiones vitales. No es que Jesús fuera el pensador más profundo de la historia, pero al menos dijo las cosas claras. Pero por supuesto, había un problema. Pero… ¿qué era eso que iba antes? ¿Eso de ‘Amarás a dios sobre todas las cosas’? ¿Pero no quedamos que la soberbia es pecado?
En aquella época, nadie supo contestarme. Más bien me encontraba con un ‘tú eres demasiado pequeña para entender estas cosas’. Los caminos del Señor son inescrutables. Más adelante, empecé a ver cómo la gente intentaba salir al paso alegando que ‘Amar a Dios’ es algo así como una metáfora de ‘Amar a la creación’, pero yo no me lo tragaba. ¡Si lo que me gustaba de Cristo era que dijo las cosas claras!.
Así que pasé a una postura confusamente deísta, alternando con un proto-agnosticismo, palabra que descubrí gracias a El Perich. En su obra maestra ‘De la nada a la miseria’, el genio catalán declaraba: ‘¿Qué diferencia a un agnóstico de un ateo? Pues que yo estoy dispuesto a pedir disculpas’. Convertida ya en una descreída a los 16 años, todavía coqueteé un poco con temas religiosos debido a un profesor de filosofía que básicamente nos daba clases de religión envueltas en Aristóteles y un poco de clubdellospoetasmuertismo. Rápidamente le pillé el truco: cuando se llegaba a un callejón sin salida en cualquier discusión teológica, sólo hay que decir la palabra mágica. Que no es ni ‘Abracadabra’ ni ‘Bonus Life’ ni ‘Apitchapong’. Es ‘Fe’. En su momento, y por iniciativa propia, leí toda la Biblia. El Antiguo y el Nuevo Testamento. Y comprendí que es un libro que, al margen de lo que nos revele o cuente, contiene una prosa hermosa y, en determinadas fases, una excelente literatura. De manera que disfruté de esa lectura, como lo hago cuando leo un ensayo histórico o una buena novela. Pero decidí interpretar el llamado libro sagrado como un texto basado en las metáforas, incluyendo en éstas los diversos milagros de Jesús de Nazareth en el Nuevo Testamento. Por lo demás, es un texto que derrocha imaginación por doquier.
El tiempo pasó y, gradualmente, la evidencia fue apilándose. Durante una época seguía haciéndome gracia el panteísmo y los rollos new age. Sobre todo porque traían consigo música celta, velas con olores agradables, piedra o ‘runas mágicas’. Pero nunca me lo tomé en serio. Siempre me pareció que todo era una engañifa de gente que piensa que algo, por ser viejo, ha de ser verdad.
Seguí con Judíos, Musulmanes, Hinduistas... hasta los panteones Griegos, Romanos y Pre Hispánicos. Todo eso me hizo ver que las religiones surgen, crecen y desaparecen al igual que las culturas a las que están supeditadas.
En esto que la iglesia española empezó a ponerse muy pesada. Su homofobia empezó a fastidiarme. Sus injerencias políticas, a molestarme. Y sobre todo, esa afirmación de que, sin sus diez mandamientos, no habría moralidad. Una estupidez. ¿Por qué esperó tanto tiempo para hacerse escuchar y, con todo, sólo se lo comentó a un puñado de señores en el desierto? ¿Y los pobres señores que adoraban a Zeus o a Odin? ¿Esos se fastidian? Mi mente joven ya no pudo más y se declaró 100% catholic-free.
A pesar de todo esto aún me llevó años aceptar el ateísmo que desde entonces se fue gestando dentro de mi. Aún ahora, años después, a veces me veo diciendo cosas como dios nos libre, dios mío o no quiera dios. Aunque siendo francos solo son expresiones sin ningún fondo religioso. Y es que es difícil cambiar los vicios del lenguaje adquiridos y usados por tantos años.
Hoy, aunque a mucha gente no le parece mi ateísmo ya saben que sigo siendo la misma persona, igual de buena, terca, curiosa, amable, que cree en la vida, la sociedad, la familia y el amor. Y creo que hay muchos valores humanos que se pueden reivindicar, como la Ética, sin ser necesaria ninguna religión. El Amor hacia el otro, el respeto, la generosidad, una buena dosis de humanidad
Algunos si me dejaron de hablar y hay quienes no lo saben, porque tampoco voy por la vida diciendo: - Hola, me llamo Marta y soy atea.
No os enfadéis conmigo por este texto todos los lectores y amigos religiosos. 

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